Este jueves, Ferdinand Marcos Junior fue juramentado como presidente de Filipinas. Su ascenso al cargo significa el regreso al poder la familia Marcos, 36 años después de que su padre fuera derrocado por una revuelta popular. Su llegada marca también el final de la presidencia de Rodrigo Duterte, cuya controvertida y violenta campaña contra las drogas y el narcotráfico dejó miles de muertos. Howard Johnson & Virma Simonette, de la BBC en Manila, analizan su legado.
Un cráneo rodó hacia mis pies.
Habría golpeado mis zapatillas si no fuera por una bolsa para cadáveres que acababa de ser arrojada allí.
A mi lado, Gemma Baran, de 44 años, observaba con horror cómo se introducían más huesos de su esposo en la bolsa.
Gemma había enterrado a Patricio Baran aquí hace cinco años, pero ya no podía permitirse el lujo de alquilar la parcela del cementerio: en la abarrotada Manila, los pobres a menudo yacen en tumbas alquiladas, que cuestan cerca de US$200.
Pero recientemente, un programa de la iglesia local le ofreció una tumba diferente para Patricio, que es gratis.
El programa, “paghilom” (o sanación), apoya a las familias de quienes han muerto en la feroz guerra contra las drogas que ha catapultado a Filipinas a los titulares mundiales en años recientes.
Patricio, un guardia de seguridad de 47 años, fue asesinado a tiros el 9 de julio de 2017.
Había desaparecido el día anterior. Un vecino escuchó tres disparos pero no vio a los asaltantes. La policía dice que el cuerpo de Patricio fue encontrado junto a un arma y un letrero que decía: “traficante y violador”.
Pero su familia lo niega. Dice que Patricio nunca había vendido ni consumido drogas. Gemma dice que se vio envuelto en una disputa por la tierra en las semanas previas a su muerte.
Incluso sospecha que lo mataron en relación con eso, pero teme contradecir públicamente a la policía.
Gemma dice que desde que mataron a Patricio, ha estado luchando para pagar el alquiler y mantener a sus tres hijos. Ella limpia casas para ganarse la vida y también depende de las donaciones de alimentos de su iglesia: “Estoy sufriendo mucho. No sé qué hacer por mis hijos”.
Ella dice que sus hijos también son la razón por la que no ha presionado para que se investigue la muerte de su esposo: “Tengo mucho miedo. Me quedo callada”.
En esa mañana soleada de junio, el padre Flavie Villanueva rezó sobre los restos de Patricio mientras cerraban la cremallera de la bolsa para cadáveres y lo llevaban a otro lugar de descanso.
“Decidimos iniciar este programa para ayudar a las familias de las víctimas en duelo a reconstruir y empoderar sus vidas nuevamente”, dijo el padre Villanueva, un sacerdote católico que durante mucho tiempo ha hecho campaña contra el gobierno del presidente saliente Rodrigo Duterte.
“La orden de Duterte de ‘matar, matar, matar’ es una orden deliberada patrocinada por el Estado que ha producido miles de viudas y huérfanos. Este es el legado más trágico del presidente”.
La brutal campaña contra las drogas de Duterte tiene sus partidarios.
En 2020, durante el apogeo de la pandemia, dos hombres armados enmascarados cruzaron los controles de cuarentena de la policía para matar a un presunto consumidor de drogas, conocido localmente como Bulldog, a solo 30 metros de la casa de Ofelia.
Ofelia, que había votado por Duterte, estaba triste por la muerte de Bulldog porque lo conocía y lo quería.
“Es doloroso. Se le debería haber dado una segunda oportunidad para cambiar, no algo tan repentino”.
Pero también respalda la campaña y agrega que el consumo de drogas ya no es visible en su vecindario, aunque dice que su vida no ha sido ni mejor ni peor desde que Duterte asumió el cargo.
Rodrigo “Digong” Duterte, de 77 años, fue elegido en junio de 2016 con una fórmula de línea dura para reprimir las drogas y el crimen.
Su bandera política, la llamada “guerra contra las drogas”, ha provocado la muerte de miles de presuntos drogadictos y traficantes en controvertidas operaciones policiales.
Miles más han sido asesinados a tiros por pistoleros enmascarados no identificados, a los que los medios de comunicación de Filipinas se refieren a menudo como “vigilantes”.
Muchos también apuntan a la evidencia de la creciente impunidad policial como consecuencia de la guerra contra las drogas: en 2020, un agente de policía fuera de servicio fue grabado por una cámara disparando a su vecino después de una discusión, lo que provocó una gran ira pública. Fue condenado a cadena perpetua.
Poco después de mi llegada a Manila en 2017, 32 presuntos traficantes de drogas fueron asesinados en una sola noche en una operación policial etiquetada como “guerra contra las drogas, doble cañón recargado”.
Muchas de las familias de las víctimas han insistido en que sus seres queridos eran inocentes, y los grupos de derechos humanos y la comunidad internacional han denunciado la violencia.
Pero Duterte no se ha inmutado. Una vez se jactó de que estaría “feliz de masacrar” a tres millones de drogadictos en Filipinas, comparando falsamente su campaña antidrogas con el Holocausto, y provocando una rápida condena de Alemania y grupos judíos.
El gobierno de Duterte ha deshumanizado constantemente a los drogadictos y traficantes, y sus partidarios en las redes sociales a menudo se han referido a ellos como “violadores y asesinos” que merecen ser asesinados.
Su canciller, Teodoro Locsin Junior, desató la indignación mundial con una serie de tuits invocando el Holocausto, incluido uno que decía que “la amenaza de las drogas en Filipinas es tan grande que necesita una solución final como la que adoptaron los nazis”.
Recientemente le pregunté a Locsin si veía similitudes entre el Holocausto y el asesinato de presuntos drogadictos y traficantes en Filipinas.
“No”, fue su respuesta, pero admitió que había problemas con la vigilancia policial: “Estamos tratando de arreglar eso. Pero mientras tanto, no permitiremos que el narcotráfico se apodere de nuestra vida política de tal manera que no podamos revertirlo, y que acabemos como Centroamérica”.
El verdadero costo de la guerra contra las drogas nunca se sabrá. En un primer momento, el recuento oficial, que combinaba las muertes confirmadas durante los operativos policiales y los asesinatos cometidos por hombres enmascarados (el gobierno los llamó muertes bajo investigación o DUI) llegó a decenas de miles.
Pero luego el gobierno eliminó la métrica de DUI y el número cayó.
La última cifra oficial -sobre el número de presuntos narcotraficantes y usuarios asesinados entre julio de 2016 y abril de 2022- es de 6.248. Pero los grupos de derechos humanos creen que el número podría llegar a 30.000.
La policía siempre ha dicho que sólo mataba en defensa propia. Pero las imágenes de CCTV, las fotografías de las víctimas que sugieren que estaban incapacitadas y los relatos de los denunciantes apuntan a algo más siniestro.
Un capitán de policía de Manila fue grabado en secreto en un documental de 2019 -“Bajo las órdenes del presidente”- diciendo que eran los agentes quienes estaban llevando a cabo los asesinatos enmascarados.
Duterte le dijo una vez a las fuerzas del orden público en un evento antidrogas: “Es posible que te disparen. Dispárale primero, porque realmente te apuntará con su arma y morirás. A mí, no me importan los derechos humanos… asumiré toda la responsabilidad legal. Me enfrentaré a esos [abogados] de derechos humanos, no a ustedes”.
Todo esto no ha hecho mucha mella en su popularidad: sus calificaciones se han mantenido altas a pesar de la condena internacional y una investigación en curso sobre presuntos crímenes de lesa humanidad por parte de la Corte Penal Internacional.
Algunos han atribuido esto a su populismo agresivo en un país pobre donde la fe pública en el sistema judicial siempre ha sido baja, mientras que otros dicen que Duterte, a pesar de su larga carrera política, se proyectaba a sí mismo como un extraño, a diferencia de Aquino y Familias Marcos que han gobernado Filipinas durante décadas.
A lo largo de los años, se modeló a sí mismo como un “castigador” que “rompía las reglas”. Su elección de palabras contundentes y, a menudo, groseras resonó entre los filipinos comunes, y algunos incluso se refirieron a él como “tatay Digong” o “Padre Duterte”.
Sus comentarios misóginos y sexistas sobre las violaciones han sido interpretados por sus seguidores como “solo bromas”.
Pero ni su personalidad provocadora ni su abierto apoyo de la violencia son nuevos.
Duterte llegó al poder en la década de 1980 cuando Filipinas todavía estaba inmersa en la política de la Guerra Fría.
Davao, una ciudad sureña clave donde se convirtió en alcalde en 1988, fue el centro de la resistencia que surgió contra los rebeldes comunistas armados que tenían como objetivo a policías, funcionarios y otras personas que consideraban su enemigo.
Gran parte de esta resistencia -llamada Alsa Masa- fue impulsada por armar a los civiles y, según algunos informes, incluso obligándolos a luchar contra los comunistas.
Algunos expertos creen que Estados Unidos también desempeñó un papel, dado que, recién salido de una costosa derrota en la guerra de Vietnam, había estado ayudando a armar a grupos de combatientes anticomunistas en todo el mundo.
Cuando se le preguntó si EE.UU. alguna vez había estado involucrado en el apoyo a Alsa Masa, Locsin dijo: “Si lo estuvieran, básicamente tendría que pegarme un tiro si te lo dijera. Era un mundo difícil. Eso es inimaginable ahora. No somos las mismas personas ahora”.
Muchos creen que Alsa Masa es el origen de los grupos de vigilancia y los llamados “escuadrones de la muerte” que surgieron en Davao bajo el mando de Duterte: las víctimas a menudo eran izquierdistas, opositores y presuntos delincuentes, incluidos consumidores y traficantes de drogas.
Una investigación de más de 1.000 de estos asesinatos y desapariciones en Davao por parte de la ONU implicó a Duterte. En una audiencia del senado de 2016 sobre los asesinatos, los denunciantes de la policía describieron cómo un “escuadrón de la muerte de Davao” colocó armas y drogas en las víctimas para incriminarlas.
Duterte, sin embargo, siempre ha insistido en que nunca dio órdenes directas de matar. Pero en 2018 dijo: “Mi único pecado son las ejecuciones extrajudiciales”.
Duterte prometió grandes gastos en infraestructura y flexibilización de las restricciones a la inversión extranjera directa, pero la pandemia y la consiguiente recesión oscurecen su historial económico.
Hizo un “buen trabajo” en el manejo de la economía, según April Tan, estratega jefe de acciones de COL Financial en Manila. “Permitió que sus tecnócratas hicieran su trabajo. El sistema fiscal se reformó con éxito. Se aprobaron muchas medidas que mejoraron el incentivo para hacer negocios aquí”.
Los ministros del gobierno también elogiaron su manejo de un acuerdo de paz que ofreció una mayor autonomía política para millones de filipinos musulmanes en la isla sureña de Mindanao a cambio del desmantelamiento de armas.
También prohibió fumar en público y prometió educación universitaria gratuita y mejor atención médica, pero es demasiado pronto para medir el éxito de estas iniciativas.
Una de sus mayores promesas, reducir la corrupción, incluyó el lanzamiento de una línea de ayuda donde las personas pueden denunciar sobornos. Pero en 2021, su propio gobierno enfrentó acusaciones de corrupción por contratos multimillonarios otorgados a un proveedor de atención médica.
Duterte reaccionó impidiendo que su gabinete asistiera a las audiencias del senado que investigaban el asunto, y no hubo después ninguna acción legal, lo que llevó a los críticos a afirmar que la impunidad para los ricos y poderosos continúa en Filipinas.
Otra víctima de la presidencia de Duterte ha sido la libertad de expresión. Los líderes de la oposición han sido encarcelados y los críticos han sido atacados, incluido el padre Villanueva, el sacerdote católico que oró por el esposo de Gemma, Patricio, y que está acusado de sedición.
Los medios también han sido reprimidos: Maria Ressa, ganadora del Premio Nobel de la Paz y cofundadora del sitio web de noticias Rappler, ha sido condenada por difamación cibernética.
Ella ha negado los cargos y ha apelado contra el veredicto. Muchos creen que las acusaciones en su contra tienen motivaciones políticas por la contundente cobertura de Rappler de las políticas de Duterte.
También se enfrenta a un aluvión diario de troleo en internet, diseñado, dice, para “hacerte callar a golpes”. En la víspera de que Duterte dejara el cargo, los funcionarios ordenaron cerrar el sitio web de Rappler.
Puede que Duterte no pertenezca a una dinastía política, pero ciertamente ha iniciado una: deja el cargo cuando su hija Sara Duterte-Carpio asume como vicepresidenta. Ella ganó de forma aplastante y bien podría estar preparándose para una candidatura presidencial en 2028.
Los partidarios de Duterte insisten en que su historial es encomiable: “Duterte ha dejado tantos legados que le tomará varios días enumerarlos”, dijo su exvocero Salvador Panelo.
Panelo desestimó la investigación de la Corte Penal Internacional sobre los asesinatos de los vigilantes y dijo que “son los sindicatos de la droga los que se han estado matando entre sí”.
Pero los críticos de Duterte dicen que su legado está empañado por la violencia. “Cuando estás en el gobierno puedes hacer el bien [como presidente], simplemente sentándote allí, porque las cosas suceden”, dice Karen Gomez-Dumpit, la jefa saliente de la comisión de derechos humanos del país.
“Tienes todo el aparato del gobierno a tu entera disposición. Podría haberlo hecho muy bien, si no hubiera tenido ese tipo de política”.
“Es un legado de matar”, señala. “¿Seguridad a expensas de los derechos humanos? ¿Es eso seguridad real?”
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Fuente: Portafolio