Desafortunadamente para quienes valoran la estabilidad política -tan necesaria en todo país, en particular en los latinoamericanos- las tempestades continúan en la política peruana. Para quienes creíamos que se tendría al menos un poco de tregua a partir del 20 de julio de 2021, con la elección del actual presidente, Pedro Castillo, las noticias han sido decepcionantes. El Congreso mantiene en permanente jaque al mandatario.
El poder Ejecutivo parece estar como rehén de un parlamento fragmentado, en donde las empresas electorales -que no partidos políticos- que llevaron a los diputados al Congreso hacen y deshacen bancadas. Se está a merced de intereses evidentemente cortoplacistas, vaivenes que no contribuyen a un clima de estabilidad mínima. Por su parte, el Ejecutivo prácticamente ha cambiado en tres ocasiones, en menos del primer año de gobierno, el gabinete completo de ministros.
Los actores representativos del Ejecutivo peruano no han sido capaces de dar respuesta a las expectativas, y la nación completa parece estar a la deriva. De esa manera se fortalece en los electores lo que ha ido calando, desde hace tiempo en la conciencia de grandes sectores: el desencanto con los partidos políticos, con la representatividad restringida que tienen, con la prioridad excluyente que muestran por responder a los sectores de mayor dominio desde Lima.
Se deja escuchar en el país inca, el insistente llamado de “que se vayan todos”. Es algo que -obvias distancias y contextos aparte- se dejó sentir también la Argentina de diciembre de 2001, cuando colapsó el gobierno del entonces Presidente Fernando de la Rúa (1937-2019). No se trata de una desintegración inmediata del régimen de Perú, pero lo que se evidencia es un adelantarse de grupos conservadores que tratan de pagar facturas políticas. Mientras más pronto mejor, con la esperanza de que “nos salga más barato”.
En nombre de la estabilidad mínima requerida para la gobernabilidad, se requeriría de una reforma constitucional relacionada con la denominada “cuestión de confianza”. Algunos temen que esto podría desembocar en un potencial cierre del Congreso. Algo que en la dinámica política inca se había presentado fuertemente, como clamor popular, hace meses. Pero la población está cansada, mientras las inversiones que crean empleos pueden estar pospuestas, por parte de poderosos agentes económicos.
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Siguiendo este razonamiento, es de advertir que, de manera tradicional, la dinámica indica que tienen gran influencia, las facciones fujimoristas y apristas, esos colectivos tendrían un peso considerable en el Legislativo. Complementario a ello, los sectores de políticos tradicionales asociados a la corrupción y los dueños de grandes empresas rentistas que se han beneficiado de los recursos estatales, tienen en medio de sus criterios operativos –indudablemente- dos temores esenciales.
Por una parte, el recelo de que la lucha contra la corrupción adquiera nuevos y acentuados derroteros; y segundo, la expectativa permanente, respecto a las propuestas presidenciales de conducción del país. Algo que es clave en la economía de la nación y en la estabilidad de los flujos de divisas en la balanza de pagos.
Es de notar aquí que tanto Perú, como Uruguay, Colombia y Panamá, son naciones en las cuales la crisis financiera de 2008 tuvo efectos más bien marginales. Uno de los mayores problemas en cuanto a la mejora de la calidad de vida de grandes sectores sociales, es que ese crecimiento no se ha traducido en una mejora generalizada de empleo, condiciones de salud, vivienda e infraestructura. De nuevo, se presenta el caso de crecimiento concentrado en sectores tradicionales de poder, sin que exista el efecto derrame, que las políticas neoclásicas entusiastamente han divulgado desde hace casi cuarenta años.
En las condiciones actuales, existiría la probabilidad de dos vertientes de acción en la gobernabilidad, esto es, respecto a la relación entre Ejecutivo y Legislativo.
Una de ellas es que el Congreso se muestre anuente con las iniciativas presidenciales. Se requeriría de hacer ajustes a las normas de política vigentes. Eso demandará esfuerzos convergentes entre los partidos. Una especie de cooperación ahora y luego competencia entre ellos: se trataría de la práctica de la “coopetencia”.
Una segunda vía de acción consistiría, en que el Legislativo -presa de intereses más de corto plazo- persistiera en su lucha contra el Ejecutivo. Esto tendería a paralizar al país y a exacerbar problemas de inversión en la economía real. La que se relaciona con bienes, servicios y empleo.
Una convergencia operativa de poderes públicos permitiría lo que sería la ruta con la que sueñan más intensamente los grandes empresarios. En esta segunda vía, los intereses de las grandes corporaciones pareciera que se aseguran a la vez que se detienen las investigaciones contra la corrupción.
En medio de todo, aún sería posible que el Congreso aceptara las reformas, de tal manera que se eliminara la inmunidad parlamentaria; que prosigan las actividades contra la corrupción. Esto es posible, pero muy poco probable. Sería un rasgo perteneciente más bien a la fantasía, del “Hello Kitty Planet”.
Con todo, lo que está en juego en Perú es la legitimidad concreta de los partidos en cuanto a ser instancias de intermediación social, tener más representatividad de la sociedad en su conjunto, y con ello, responder a intereses de sectores mayoritarios. La apuesta fundamental consiste en propiciar que los beneficios de la producción incrementada, abran oportunidades y aumenten capacidades para grandes sectores que continúan marginados, como parte de una agenda de desarrollo integral, tan urgente, como siempre postergada.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario
(El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna)
Fuente: El Nuevo Siglo