La tropa de ‘ángeles’ que protege a los habitantes de la calle

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Algunos son hijos de la calle. Allí nacieron, ahí han crecido y ahí han subsistido. Otros se dejaron enredar en la telaraña de este bajo mundo, en la mayoría de los casos por la presencia maldita de las drogas y de la adicción, y muchos de ellos han recibido a la muerte en la soledad de un puente peatonal o en la marquesina de un local del centro de la ciudad.

Con huellas en una piel ajada, producto del maltrato al que las calles capitalinas y la intemperie del altiplano cundiboyacense los han sometido, esta es una población que adolece sobre todo de indiferencia, aunque desde hace seis años, cuando la alcaldía de Enrique Peñalosa le apostó a recuperar a estos ciudadanos de las garras de las calles para así regresarlos a la sociedad de una manera digna a través de los Ángeles Azules, Bogotá emprendió una cruzada para visibilizarlos y para que sepan que alguien está pensando en ellos.

Con el renombre de Tropa Social que le dio la administración distrital de Claudia López, su misionalidad se ha sostenido y, como Jonathan Jaimes, hoy hay en Bogotá un total de 230 personas que gastan sus días, y en ocasiones sus noches, invitando a los habitantes de calle a que se acojan a los servicios del Distrito.

En total, vale aclararlo, hoy por hoy son 660 las personas que trabajan en todo el entramado que tiene la Secretaría de Integración Social para asistirlas. Un entramado que, tan solo el año pasado, atendió a 8.130 personas habitantes de calle o en situación de riesgo.

Jonathan Jaimes lleva cinco años formando parte de la denominada Tropa Social que, día a día, realiza recorridos por las calles de Bogotá para hacer lo que millones de ciudadanos no hacen: reconocer la existencia de los habitantes de calle que, en cambio, están acostumbrados a que la ciudadanía los ignore y los rechace.

Porque, aunque en este mundo cada vez más políticamente correcto la forma social de referirse a estas personas es precisamente así: habitantes de calle, para muchos el trato sigue siendo equivalente a las palabras que otrora se empleaban para referirse a ellos: “desechables”, “indigentes”, “pordioseros”, “mendigos” y todos los términos peyorativos y deshumanizantes que décadas atrás eran pan de cada día.

“Nosotros hacemos recorridos por las localidades en las que estamos asignados, yo por ejemplo estoy asignado a la localidad de Chapinero, y cuando encontramos a un habitante lo despertamos, le presentamos la oferta institucional, que consiste en llevarlo a un hogar de paso o a una jornada de autocuidado, en donde se toman un baño, un refrigerio, un cambio de ropa y se retorna al punto en donde se recogió”, comienza a relatar a EL NUEVO SIGLO Jonathan, quien reconoce que emocionalmente no es fácil ser testigo de primera mano de tantas historias tan duras.

De hecho, de las miles de historias que ha venido recolectando a lo largo de estos años de servicio, recordó una especialmente dolorosa de un ciudadano que estuvo a punto de perder la vida por el frío de la ciudad, y que fue descubierto por la Tropa Social entre un montón de basura, como si fuera una bolsa más de residuos que otros desechan.

“Era difícil calcular su edad. Él estaba entre un montón de reciclaje que tenía amontonado en una esquina por la calle 95 con carrera 16. Por la temporada de lluvias, este ciudadano estaba enfermo, no podía realizar su venta de reciclaje, y cuando nosotros lo abordamos tenía hipotermia y estaba muy pero muy enfermo. Nos tocó llamar a una ambulancia para que lo atendieran aunque no quería. Estaba muy angustiado por su reciclaje, pero logramos que estuviera un par de días en un hogar de paso mientras se recuperaba, pero eso sí, nos tocó cuidarle el reciclaje que él tenía”, avanzó en su anécdota Jonathan, quien fue claro al advertir que si los vecinos no lo hubieran reportado, habría perdido la vida.

No son días fáciles, y todos son así. Él, por ejemplo, trabaja solamente en la identificación de las personas de los 29 a los 60 años. “En ocasiones toca calcular su edad”, y me explicó que otros ‘ángeles’, como antes se hacían llamar, así como personas del Idipron, atienden la infancia y adolescencia en condición de habitabilidad de calle.

Sí, no es fácil, y no lo es porque si bien en ocasiones se lidia con personas tranquilas y amigables, también son abordadas personas agresivas que no quieren ser ayudadas. “Esas son las dos caras de la moneda: hay habitantes de calle que llevan años en el proyecto, que ya lo conocen, que nos conocen y por eso son más amigables. Nos saludan, nos dicen por ejemplo que no tienen tiempo para bañarse pero que quisieran comer algo y avisan que se bañarán la semana siguiente”.


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Pero también hay otros que no conocen a la tropa, ya sea porque son de otras ciudades o porque no están interesados en participar de los proyectos sociales “y sin duda son más difíciles y pueden llegar a ser agresivos con el equipo. De todas formas nosotros les mostramos nuestra oferta, pero sí hay personas muy complicadas”.

Un trabajo emocionalmente desgastante

La otra ‘ángel’ que le contó su historia a este periódico fue Daniela Molina, una mujer que comenzó a trabajar con la población habitante de calle incluso antes de que el exalcalde Peñalosa lanzara la iniciativa de los Ángeles Azules, hace ya siete años.

Daniela también ha sido testigo de primera mano de la humanidad, así como de la falta de humanidad e indolencia de muchos, y aunque de acuerdo con ella sí es física y emocionalmente desgastante, cuando los equipos logran que una de las personas a las que se encuentran en sus recorridos se una al programa, es una gran satisfacción.

“Es que con esto les estamos garantizando los derechos a personas que ni siquiera saben qué es eso. El derecho a la salud, a la identificación plena, a tener un proyecto de vida… Cosas que para nosotros están dadas al nacer, para estas personas son lujos”, comenzó explicando a este medio Daniela, quien hace parte de la escuadra que recorre las calles y atiende la marginalidad en la localidad de Ciudad Bolívar.

Y de hecho recordó una historia que la impactó y que le contó a sus hijos, para que entendieran que el mundo no es siempre lo que parece y hay otros ángulos mucho más escabrosos.

“Fue duro. En Santa Fe, Candelaria, había una chica habitante de calle que era maltratada por su pareja, que también era habitante de calle. Cuando en el canal Comuneros era muy frecuente el habitante de calle y ahí era muy fuerte la problemática, ellos dormían allí. A ella la pareja la secuestró, la amarró, no la dejaba salir, y el equipo logró vincularla a los servicios. Ya después la pudimos remitir a la Secretaría de la Mujer (esta entidad no podía atenderla con un problema de consumo, que fue nuestra intervención: sacarla de ese mundo)”, indicó Daniela, quien advirtió que después ya comenzó a hablar de un proyecto de vida que antes no tenía.

Ahora, aunque en estos momentos, de acuerdo con el censo que le hizo el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE) a esta población en el 2017 (el último disponible a este respecto, y así lo confirmó una fuente de la Secretaría de Integración Social a EL NUEVO SIGLO), en Bogotá había 9.538 personas en esta condición, hoy debe haber muchísimas más.

“El año entrante se va a volver a hacer el censo a esta población para sacar la nueva estadística. A ojo de buen cubero, como diría mi mamá, han aumentado sin duda. La pandemia y la población migrante, que lo hemos visto, está habitando la calle; sin duda ha debido aumentar la cifra en forma significativa”, finalizó diciendo Jonathan.

Fuente: El Nuevo Siglo