Próximos a aterrizar en el aeropuerto internacional de Taiwán Taoyuan, también conocido como Chinag Kai-shek, Carlos Alberto, Claudia, Evelyn, José y Víctor Hugo empiezan a sorprenderse con lo que ven por la ventanilla: una extraña simetría de techos imperiales, modernas construcciones, así como un sobresaliente gigante, que posteriormente conocieron era el Taipéi 101, el que hasta hace poco ostentó el título del mayor rascacielos del mundo.
De camino al hotel, estos jóvenes provenientes de diferentes países (Colombia, Chile, Guatemala, Nicaragua, México) intercambian sus primeras gratas impresiones sobre esta ciudad cosmopolita, moderna, tecnológica y sobre todo ordenada.
“Mirá esa casa, nooo, es un palacio chino, debe tener cientos de años y está intacto…¿cachai? (entienden)”, expresa la chilena Claudia a sus compañeros de viaje que con comentarios similares dejan ver su admiración por esta ciudad que ya sienten muy cálida y acogedora.
Sin itinerario definido, comenzaron a organizar su agenda para disfrutar al máximo su estadía, que al final fue corta ante la cantidad de sitios por conocer, disfrutar y aprender. Por ser uno de sus mayores atractivos, su primer destino fue Taipéi 101, el rascacielos en forma de bambú de 509 m de altura con un mirador en el piso 80 desde donde no sólo se aprecia toda la ciudad, sino que se enteran de su historia gracias a las ayudas tecnológicas que allí operan y están disponibles en varios idiomas.
“Esto es una maravilla, uno se imagina que Taipéi es una ciudad pequeña pero divisada desde aquí no sólo se aprecia cuán grande es y lo bien distribuida que está”, dice el colombiano Carlos Alberto, a lo que el mexicano Víctor Hugo adiciona en chiste: “Si crees que esto es grande qué dirás cuando conozcas el DF (Ciudad de México y sus alrededores”.
El primer día de los viajeros cierra con su visita a los famosos y concurridos mercados nocturnos donde degustan platos típicos y por esas cosas del destino se topan con una pareja de panameños que llevan años residiendo allí. Sin la barrera del idioma se concentran en indagarlos sobre los sitios que se deben conocer, así como los mejores planes para realizar. Para sorpresa del grupo, Michel y Andrea les responden: es imperdible el Museo Nacional de Palacio, allí aprenderán más que en cualquier otro lugar sobre la cultura asiática, específicamente la china.
La sugerencia que inicialmente consideraron ‘fuera de lugar’, ya que ninguno de ellos se considera “amante del arte” fue su segundo destino y el que dejó profunda huella en su viaje a este país pletórico de historia, construcciones milenarias y mucho, pero mucho arte, “más del que nos imaginábamos”, como luego manifestara la guatemalteca Evelyn.
Mientras se dirigían al Museo todos tenían la misma inquietud: ¿por qué están en Taiwán y no en China, las colecciones de obras, vajillas y escritos de los emperadores?
Despejar ese interrogante sería lo primero que harían en el Museo, al cual estaban por llegar en la parada final del autobús, tras hacer el respectivo trasbordo del metro.
In situ, su sorpresa fue mayúscula: el vasto terreno que lo alberga es una mezcla del verde de sus grandes jardines, el azul del lago que lo rodea y el negro del espectacular puente peatonal, con formas curvas, que se cruza para llegar al edificio principal, cuyo diseño estuvo a cargo del artista, calígrafo y arquitecto taiwanés, Huang Baoyu. Son nada menos que 70 hectáreas y esa edificación es solo la primera parada de este majestuoso e impactante complejo cultural.
“Miles y milenarias historias”
Maravillados por el lugar, lo que menos importó a este grupo de viajeros, fueron las largas filas para entrar, las que se registran en todas las épocas del año y hay ocasiones, en las llamadas temporadas altas de turismo, donde los tickets deben comprarse con anticipación, inclusive dos meses.
Carlos Alberto, Claudia, Evelyn, José y Víctor Hugo tuvieron suerte y pudieron conseguir sus entradas fácilmente. La primera de las múltiples lecciones de ese día fue que ese edificio principal, que fue inaugurado en 1965, tuvo un ‘error de cálculo’ pero no en su construcción sino en la magnitud de las colecciones que albergaría. De allí que ante el insuficiente espacio fue necesario realizarle cinco ampliaciones, la última en 2002.
Esa fue la primera información que les transmitió Mónica, una de las decenas de guías del Museo Nacional de Palacio, quien les anticipó que si bien una sola visita al lugar no era suficiente para conocer la cantidad de riquezas que exhibía, los visitantes descubrirían a su paso y en cada uno de los espacios, el mensaje sutil y metafórico que las mismas transmitían en consonancia armónica con el lugar que las albergaba.
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El recorrido inició en el vestíbulo, cuyos vidrios panorámicos permiten mantener la conexión del exterior con el interior, donde cada pieza está perfectamente acomodada, con el espacio requerido para apreciarla y conocer su importancia.
“Miren, miren, parece que la pared se moviera”, dijo exultante el nicaragüense José interrumpiendo a la guía, quien les explicó que el muro exterior representaba la piel del dragón, el cual fue logrado con 36 mil piezas de aluminio dispuesto de tal manera, que con los cambios de la luz solar producen el movimiento visual que estaban apreciando.
Esa explicación fue la segunda de un viaje inmersivo por la cultura asiática, la tan variada como milenaria riqueza artística china y las 7 mil piezas que exhibía el Museo en ese momento.
¿Por qué aquí y no en Pekín?
El asombro por lo que veían y sumergidos en las explicaciones de la guía, Carlos Alberto interrumpió para aclarar la duda que todos tenían: esas gigantescas colecciones por qué estaban en Taipéi y no en Pekín.
Resulta que, por esas paradojas de la vida o un giro del destino, esos tesoros artísticos fueron trasladados a la capital taiwanesa décadas atrás, específicamente en la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas nacionalistas las incautaron y embalaron en grandes contenedores para evitar que fueran saqueados por los invasores.
Al llegar a Taiwán, en 1949, las colecciones del Museo del Palacio y la Oficina Preparatoria del Museo Nacional Central fueron resguardadas de manera temporal en Peikou y luego los dos museos se unieron en Waishuangxi, Taipei, para formar el actual Museo que según un inventario de 1965, cuando abrió sus puertas, tiene más de 698 mil piezas históricas, de allí que se dispone una rotación en la exhibición de siete mil de ellas, casa tres meses.
Dentro de estas reliquias históricas destacan los muebles de sándalo que se encontraban en la residencia del Príncipe Gong, quien pertenecía a la Dinastía Qing, las obras de caligráficas de Chen Bo de la Dinastía Song del Norte, reliquias de la Dinastía Ming (jarrones y vajillas) y de la Dinastía Yuan, así como la emblemática joya de jadeíta: un repollo que al detallarlo se le pueden apreciar insectos y que según reza la historia fue el regalo que hizo un emperador chino a “su concubina”.
Con tan solo 8,7 centímetros de largo por 9,1cm y 5,07centímetros, “poco más grande que una mano humana”, como explica la guía, es la joya consentida del museo y por la única que cuenta con una gran foto cerca a la entrada.
Son tantas y tan variadas las piezas por apreciar, que estos visitantes no saben para donde mirar. En silencio y absortos en tanta riqueza cultural, en su visita de cuatro horas al Museo también pudieron ver, esculturas budistas de bronce dorado del norte de Wei, las tabletas de jade utilizadas por el emperador Tang Xuanzong en homenaje al dios de Tierra, colecciones de bronces donde destacan las campanas de Zong Zhou Zhong, que se consideran el instrumento musical más importante emitido bajo su real decreto.
También fugaz pero atentamente conocieron El Caldero del Duque Mao Gong Ding de la dinastía Zhou occidental tardía, la cual data de los años 1046–771 antes de Cristo, la colección de las cerámicas chinas más raras de las dinastías Song, Ding, Ming, Qing, así como algunas pinturas de más de mil años de historia y varias caligrafías elaboradas por los cortesanos, documentos históricos de altísimo valor.
Con ojos y oídos absortos en las palabras de Mónica, la guía, Carlos Alberto, Claudia, Evelyn, José y Víctor Hugo no tuvieron noción del tiempo, pero sí del arte, de ese que ninguno creía tener entre sus planes y gustos. Cuatro horas se fueron volando y salieron del gigantesco complejo cultural, con una alta carga de conocimiento que no sólo almacenaron, sino que maravillados han transmitido cuando han tenido ocasión.
Como ellos, son a diario cientos de personas los que visitan ese emblemático lugar taiwanés, uno de los cinco museos más famosos del mundo donde se ve y se respira historia: 5.000 años del arte chino desde la era neolítica hasta la moderna.
Fuente: El Nuevo Siglo